domingo, 26 de febrero de 2012

La ceguera (relatos breves I)

Bajo un impetuoso diluvio, el inspector Sergio Falcone perseguía por la comarcal a uno de los mafiosos más buscados de Italia. Paul Taiana actuaba en los grupos del crimen organizado. Inalcanzable para el código y alabado por el narcotráfico internacional, la traición de su mano derecha dentro de la articulación siciliana puso a Falcone tras sus talones. El denso vapor que se elevaba de la calzada y el impacto del aguacero en el cristal del coche reducían al mínimo la visibilidad del oficial. A su lado, el joven agente Andreas Baldo, que apenas contaba tres meses de antigüedad en el cuerpo y ya se había ganado el apego de todos sus compañeros, insistía alarmado al inspector extremar su conducta al volante debido al agresivo temporal, pero Falcone parecía cegado por los destellos de los vehículos que circulaban en dirección contraria y su obsesión por atrapar al capo. La excesiva velocidad no pudo evitar que la intensidad cada vez mayor del aguacero y la gravilla de la carretera hicieran resbalar el volkswagen de Taiana, que perdió el control del coche en un intento de restablecer su huída. Varios giros bruscos provocaron sucesivas vueltas del coche contra las que se toparon fatalmente el inspector y el agente en un impulso fallido de esquivar la colisión. Los dos vehículos se salieron de la vía tragados por la profunda oscuridad del arcén, envueltos en el fuego que comenzaba a explosionar y la tormenta que a cada segundo afianzaba su terrible dureza. La fuerte presión en el pecho que sintió Falcone le paralizó los sentidos, atónitos, suspensos, incapaces de percibir lo que sucedía hasta que su conciencia ahondó en una oscuridad absoluta. En el silencio a voces en el que quedó inmerso, el teniente sólo escuchaba el rabioso sonido de la tempestad al caer sobre el coche, una intensa lluvia que volvía a golpear con fuerza la ventana de su dormitorio y que le despertó con un sudor frío sobre su rostro aterrado, una mente condenada a la culpa, al ansia de reprocharse su ceguera, su fanatismo por hacer cumplir la ley. Había pasado un año desde aquel día y cada mañana, al despertar con el mismo recuerdo, resurgía de entre su agitación y su desorden interior la certeza espeluznante de que cada noche, durante el resto de su vida, regresaría a la carretera que le dio muerte a Paul Taiana, a la estúpida imprudencia que llevó al joven Andreas hasta el final de sus días, convirtiendo la existencia del inspector en una difusa sombra que deambulaba entre las calles y los pasillos de la comisaría, incapaz de volver a manejar el orden de un sistema corrupto.

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